Cinco y Dos y Medio minutos


La calle soltaba los últimos resabios de un día agitado debido al cobro en tiempo y forma de los agentes del orden, que eran muchos en la ciudad. Estos únicos privilegiados en la escala de los pobres que tenían el derecho a cobrar antes que todos, y tenía que ser necesariamente así, por si la chusma sentía esa loca necesidad de sentirse mal, y protestaba…
Tomó una de esas avenidas que cada día crecen por vidrieras de estación. Las luces reflejaban su silueta tenue en horizontales y diagonales como escupitajos al piso. Por un instante despegó sus ojos de la vereda, fue en esa esquina que le recordó un beso olvidado, recogido al azar… y aceleró, aceleró sus pasos para que no lo inundara el recuerdo, porque se había jurado ser fuerte y no sentirse un hombre más.
El frío arreciaba, eran los últimos días de un agosto que pasaba casi sin darse cuenta. El aroma que salía de una casa le recordó a su madre, ella era gente de campo y de chico le decía “pasó agosto y a cuántos se llevó”. Los llevados eran los melancólicos, los sin mucho, los borrachos, los olvidados, y él tenía mucho de eso. Hacía tiempo que se había despojado de sus muchas pertenencias, que eran nada. Supo tener fotos, frases rebuscadas, camas en que dormir y hasta un guiso caliente. Pero sólo se quedó con tres cosas que eran su tesoro: una canción tenue inspirada sabe quién cuál noche; un garabato como firma de un dios del blues… y esa necesidad de encontrar; ésa, tan enfrentada con su pariente pobre, el buscar.
Encendió un cigarrillo y se dio cuenta de que en el atado sólo quedaban tres. Alguna vez pensó en dejar ese vicio tan amigo, pero era cruel que fuese de esa forma. En el semáforo de una intersección el canillita gritaba las noticias y se perdía su rostro detrás del aliento que salía de su boca como bocanada de cigarro. A lo lejos, sobre el final de la última calle, vislumbraba su eventual destino. No tenía tiempo ni reloj, pero pensó en lo caminado y creyó estar en horario. Al llegar abrió la puerta, venía sin pensar, pero el crujido de las bisagras hizo que los que estaban se fijaran en quien había entrado, llegado. Un enorme reloj adosado en lo alto de una pared casi en penumbras le contaba que faltaban cinco minutos y no quiso sentarse a esperar. Prendió otro cigarrillo, quedaban menos.

Al final del pasillo en la pared izquierda, delante de un no sé qué, un perro vagabundo dormitaba tan plácido sobre el frío piso. Los baños públicos no eran tales, cincuenta centavos por entrar. Se pisaban los segundos y una voz chillona anunciaba una y otra vez los arribos y destinos. Alguien limpiaba el piso, otros hablaban en voz baja y al fondo de los asientos, un bebé lloraba en los brazos de su madre, que por su cara, no pasaba los veinte. El ambiente olía a café recalentado que salía de una especie de snack bar donde la gente se sentaba a esperar.
Sintió la necesidad de salir por un aire matinal, ubicó su humanidad en el piso, aunque había varios bancos distribuidos en la vereda de la espera. Sin darse cuenta, los cinco minutos habían pasado, esos cinco que no pensó. Se regaló el anteúltimo cigarrillo y encogió sus hombros, como acurrucándose. Hacia frío. Lo distrajo una sirena que raudamente cortaba una ruta aledaña. Miró hacia un costado donde otros se despedían y se fundían en abrazos; algunos lloraban. El cigarrillo casi llegaba a quemar la colilla y sin pensar lo tiró, dos y medio minutos más habían pasado.
Las muchas ventanas empañadas por aliento de horas y encierro llegaban, pero también se iban, al igual que él. En eso, tuvo que subir. Prendió el último cigarrillo y al pisar el primer escalón a su espalda alguien le vociferó…
- ¡Señor, no se puede fumar!
No le hizo caso…
Alguna vez me contó que fue… por lo de Señor…